AFECTO INCONSCIENTE, AFECTO–PASIÓN Y AFECTO SEÑAL
R. Roussillon
INTRODUCCIÓN
Si bien los autores anglosajones –fieles en ese sentido a cierta tradición freudiana – tuvieron siempre muy presente el lugar que ocupa el afecto en la clínica de la cura, en Francia, durante bastante tiempo, la importancia del afecto estuvo opacada en parte por el impacto del pensamiento lacaniano y la influencia dominante que ejercía la representación, el significante, en el mismo. El afecto y sus manifestaciones, así como su función en la cura, quedaron reducidos durante todo un período a la condición de parientes pobres de la reflexión metapsicológica. Si debiéramos fechar el momento en que volvió a ser tomado en cuenta desde la perspectiva metapsicológica, habría que ubicarlo sin duda en 1970, con el monumental informe que A. Green presentó sobre el afecto en el congreso de lo que en esa época se denominaban aún « Lenguas Romances ».
Como se recordará, en su informe A. Green « dialoga » mucho con el pensamiento lacaniano, justamente para destacar hasta qué punto ese pensamiento omite tomar en cuenta el « discurso viviente » del afecto. De ese modo quedan claramente establecidas las alternativas metapsicológicas en discusión. Desde entonces, una clara línea divisoria separa a quienes hacen de la práctica psicoanalítica un juego de significantes lingüísticos, de aquellos que encarnan el habla y el discurso del analizante en la experiencia corporal y afectiva, confiriéndole al representante-afecto un papel determinante en la vida psíquica y en su regulación.
Pero desde entonces la reflexión sobre el afecto ha permeado los más diversos ámbitos de la cultura, desbordando ampliamente los círculos restringidos del debate psicoanalítico. Etólogos, psicólogos de todas las tendencias, biólogos, se dedicaron, cada uno en su órbita, a estudiar sus formas y procesos y a precisar sus funciones. En Francia, J-D. Vincent y su « Biología de las pasiones », en los Estados Unidos, A. Damasio, con su denuncia de « El error de Descartes » para citar sólo algunos de los trabajos de referencia más difundidos de los últimos años, reubicaron el tema del afecto en el centro de la biología humana, renovando el enfoque de Darwin y de su obra sobre « la expresión de las emociones », que durante mucho tiempo había sido considerado como única referencia. Por su parte, los « observadores » y clínicos de la primera infancia, encabezados sin duda por D. Stern (1985) y S. Fraiberg (1983), estudiaron el lugar y la importancia de la vida afectiva compartida en la organización inicial de la subjetividad, en la regulación primera de la relación que une y distingue al bebe humano y a sus primeros objetos.
Por todos lados surgen ahora trabajos sobre el afecto, y el psicoanalista no puede sino regocijarse del entusiasmo de los investigadores por un aspecto de la vida psíquica cuya importancia decisiva, durante largo tiempo sólo él subrayaba, junto con la literatura por supuesto. Ya acabó el tiempo en que se imaginaba que podría estudiarse al ser humano aplicando modelos mecánicos, computacionales, en que se buscaba encerrarlo en una « caja negra » conductual, sin prestar mayor atención a lo que lo constituye como « discurso viviente», a lo que hace de él una subjetividad afectivamente encarnada. Y no podemos sino aplaudir el cambio.
Sin embargo, esta situación, nueva para el psicoanalista, entraña potencialmente tanto peligro como interés.
El peligro –el mayor peligro– es que la comprensión de la vida afectiva que el psicoanalista analiza, en conocimiento de estos trabajos, quede ahogado en un conjunto de propuestas fragmentarias que emboten la arista viva de sus enunciados y teorías propias, banalizando sus propuestas fundamentales, y culminado finalmente, en una disolución del nivel de sentido que intenta hacer emerger.
El primer peligro es el sincretismo o la fragmentación.
Pero también está el peligro de que el psicoanalista, enfrentado a esta amenaza, se aparte de todos los aportes de las disciplinas comprometidas con estos estudios, y se repliegue en sus trincheras, sin admitir que están siendo « trabajadas » por esos otros estudios.
En cuanto al interés, debería surgir de la reflexión metapsicológica que los diferentes aportes recientes de las ciencias experimentales pueden inspirarle.
En suma, es preciso reconocer que, una vez superados los aspectos polémicos que presentan a veces estos trabajos con relación al psicoanálisis, sus resultados no son contrarios ni antagónicos desde la perspectiva metapsicológica, sino que permiten enriquecerla o afinarla.
En cuanto al afecto, entonces, los trabajos de los biólogos de las pasiones o las emociones quizás permitan afinar el análisis de su naturaleza, profundizar su interfase somática y nuestra comprensión de su acción. Los trabajos de los etólogos de las comunicaciones precoces permiten captar in statut nascendi cómo se compone y se organiza el afecto en relación con los primeros objetos de investimento, permiten retomar y ahondar los procesos del narcisismo primario.
Evidentemente, la condición sine qua non de la heurística de este planteo radica en la integración de estos aportes fragmentarios en la teoría general de la psiquis que propone la metapsicología psicoanalítica, y no a la inversa, haciendo que ésta resulte diseminada, según los enfoques y métodos experimentales. Este planteo, que trata de integrar los aportes provenientes de la biología o de « la observación naturalista » en la metapsicología freudiana, es el que anima las reflexiones siguientes, las que a mi juicio, siguen estando en directa relación con el enfoque de Freud, que muchas veces apoya sus avances sobre los descubrimientos de las disciplinas afines. Pero estas reflexiones sólo son pertinentes en la medida en que integran las cuestiones que la clínica de la patología narcisista-identitaria plantea al psicoanálisis, las del « afecto inconsciente » en primer lugar, luego la de la pasión con la que paradójicamente está estrechamente vinculado, como trataremos de destacarlo.
EL AFECTO INCONSCIENTE
Con este primer concepto vuelve a plantearse uno de los puntos claves de la discusión entablada en 1970 por A. Green, tema que ya entonces era determinante en el debate metapsicológico y clínico, y que aún hoy sigue representando gran dificultad. En efecto, la dificultad mayor del tema del afecto no alude al afecto vivenciado, al afecto que se vuelve consciente por el propio hecho ser sentido, en la medida en que justamente el afecto sólo compromete al inconsciente a nivel del representante-representación, lo que sigue siendo ampliamente compatible con la mayoría de los enunciados de los no-psicoanalistas. Volveremos sobre este punto más adelante.
Lo medular de las discusiones, tanto el debate histórico de 1970 como el actual con las otras disciplinas, gira ante todo en torno a la noción, problemática y paradojal, si las hay, del concepto de « afecto inconsciente ». En particular –y ésta es una de las principales referencias freudianas sobre el tema–, la discusión pudo circunscribirse al desafío planteado por el concepto de « sentimiento inconsciente de culpabilidad » y sus relaciones, tanto con el tema del super-yo como con la reacción terapéutica negativa, o con una « necesidad de castigo » y, aún más, con las formas del masoquismo.
La noción de « afecto inconsciente » supone, en efecto, una paradoja que sólo el psicoanálisis hace tolerable, por cuanto el concepto designa un proceso que afecta y no afecta la psiquis. El afecto inconsciente supone un proceso de afectación que debe inferirse a partir de sus efectos, un proceso que no se da como tal, que no se manifiesta, y que debemos enunciar como hipótesis para tornar inteligible un aspecto de la vida psíquica que de otro modo sería incomprensible, no-integrable. En suma, es un afecto que afecta a la psiquis sin que ésta parezca afectada, ni parezca siquiera prestarle atención. El afecto no se traduce somáticamente como en la histeria, ni se desplaza a otra representación, como en la neurosis de constricción, (obsesiva) ni tampoco es reprimido, lo que supondría que fuera percibido pese a todo. Parece más bien no tener lugar psíquico donde componerse. Y sin embargo, produce efectos, efectos « en negativo » en cierto modo, fruto de su no-composición o de su des-composición, de la ausencia de su organización como señal.
La formulación de estos temas no es fácil, como se puede advertir en mis presentaciones anteriores; el afecto inconsciente se enfrenta a la cuestión, que fue punto importante del debate de entonces y que aún hoy nos planteamos, a saber: ¿qué significa « inconsciente » cuando de afecto se trata? ¿La inconsciencia del afecto es de igual naturaleza que la de la representación? ¿La noción de afecto inconsciente no nos lleva a reconsiderar la concepción del inconsciente, a abandonar la versión unitaria del mismo que caracterizaba la « primera tópica », para adoptar la pluralidad de las formas que le reconoce la segunda tópica?
Este tema es uno de los que continúan « trabajando » nuestra clínica actual, uno de lo que la clínica hace trabajar, es el que el sufrimiento narcisista identitario plantea al analista. De ahí que intentemos una nueva definición de la naturaleza del afecto, del lugar que ocupa en la interfase o, según el concepto propuesto por E. Morin, el « dialogado » que se establece entre soma y psiquis.
En efecto, como lo subrayaran siempre firmemente los psicosomáticos siguiendo a Freud, el afecto desempeña un papel muy importante en la regulación psicosomática, de modo que no podemos conformarnos con abordar el afecto desde su único enfoque psíquico; es necesario considerar también su aspecto somático. Somático y no sólo corporal, aquí no se trata de tomar en cuenta únicamente la imagen del cuerpo o su libidinalización, lo somático está implicado en su funcionalidad, en sus procesos biológicos, aún cuando se pueda considerar que el estudio de estos procesos escapa en cierto modo al campo del psicoanálisis. Aunque esté fuera del campo de la intervención práctica, puede no estar fuera del campo de la reflexión metapsicológica. Es en este sentido que las investigaciones actuales de biólogos y etólogos de la primera infancia pueden sernos de alguna utilidad.
En « Inhibición, síntoma, angustia » (1926) Freud ya había subrayado que todo inducía a creer que el conjunto de las manifestaciones corporales del afecto cumplía sin duda una función precisa en la economía de auto conservación del sujeto. Cuando Freud rechaza la concepción de la génesis el afecto de angustia vinculada con el trauma del nacimiento, declara: « el afecto es una necesidad biológica para la situación de peligro y, de todos modos, habría sido creado ». Se puede pensar perfectamente entonces, que Freud se acerca a las tesis de C. Darwin, cuya importancia para el pensamiento freudiano es muy conocida.
- Darwin, cuya propuesta fue ampliamente acompañada por los biólogos, subraya que las manifestaciones biológicas del afecto representan la preparación del animal humano para la acción sugerida por el contexto en el que se encuentra. El afecto representa entonces un conjunto de reacciones somáticas coherentes, organizadas, vectorizadas, en relación con una situación particular que implica una acción adaptada: es una red de reacciones somáticas cuya primera función consiste en anticipar y preparar una acción determinada. Desde el punto de vista somático, el afecto es eso ante todo. De ese modo, « los biólogos de las pasiones » modernos exploraron en detalle las redes de conexión, asociación e interacción que se establecen en el soma, en la producción del afecto.
Los sistemas hormonales, los mediadores sinápticos, los sistemas parasimpático, inmunológico, cardiovascular, muscular…..se articulan para « movilizar » el cuerpo y prepararlo para la acción. En su aspecto biológico, el afecto debe ser considerado como una red de conexiones, una red de asociaciones, una red compleja de ramificaciones, organizadas y orientadas por un proyecto de acción. Desde el punto de vista psíquico, sólo lo conocemos como un representante de la pulsión, pero esta función sólo es una « propiedad emergente » de la red de conexiones asociativas somáticas que lo componen, esta red « informa » – « auto informa »- a la psiquis de los procesos biológicos que se movilizan y asocian en el soma, informa a la psiquis sobre el acto que se está preparando.
- Darwin, y también a este respecto todo parece indicar que fue ampliamente seguido por sus contemporáneos, señala también que la reacción de conjunto del soma que produce el afecto, produce además un mensaje dirigido a sus congéneres, a sus semejantes. Ésta sería otra de las « propiedades emergentes » de la red asociativa somática: produciría mensajes, uno dirigido al propio sujeto, otro hacia el prójimo. El afecto produciría o propondría así una primera forma de lenguaje, emitiendo mensajes de estados internos, una forma de primer lenguaje « animal ».
Según la hipótesis que propongo, uno de los efectos de la red de respuestas somáticas asociadas es producir potencialmente la propiedad de « mensaje » o también de « señal-mensaje » para la psiquis, o retomando el vocabulario psicoanalítico freudiano tradicional, producir un « representante ». De éste depende la construcción del afecto en señal-de-afecto o afecto-mensaje, y además, la conciencia del mismo. Nada impide pensar que la organización de la red de conexión asociativa somática pueda permanecer « inconsciente », que se produzca algo que frena la emergencia de la propiedad señal de mensaje psíquico, o que produce distorsiones de esta propiedad que desnaturalizan su forma. De ahí que deban considerarse dos cuestiones.
La primera alude a la organización de la red de conexión asociativa del soma, es decir, la organización según un vector, que le confiere su carácter de « empuje » organizado hacia la acción o el acto. Esa organización en torno a un vector implica un conjunto orientado hacia una acción determinada; aunque ésta no se produzca, supone que la red de conexión está estructurada de una cierta manera. Podemos pensar que ciertos factores vengan a distorsionar esa organización. Existen conexiones « aberrantes », asociaciones idiosincrásicas particulares, fortuitas, vinculadas con circunstancias históricas particulares que pueden alterar la organización de la red en mensaje.
Ya en 1985, Freud destaca la analogía existente entre los reflejos condicionados y ciertas « asociaciones » psicopatológicas; en 1926, recuerda esta concepción y evoca entonces los « reflejos condicionados complejos ». Los trabajos actuales sobre la memoria subrayan la importancia de las asociaciones por simultaneidad en la construcción de la misma. Esta asociatividad incluye también la asociatividad de las reacciones somáticas, tal como lo demuestra ampliamente la alergia. El modelo del reflejo condicionado « complejo » está lejos de ser obsoleto, muy por el contrario, algunos trabajos actuales muestran toda su pertinencia, por ejemplo, en lo que respecta al sistema inmunológico, cuya estimulación se puede hacer variar por asociación con un estímulo dado.[1] Nada impide pensar que la historia pudo producir asociaciones por contigüidad o simultaneidad, que obstruya la emergencia de un mensaje-señal suficientemente unívoco para que sea percibido como tal, para que sea compuesto como representante psíquico. Existe una memoria « biológica » de las asociaciones de reacciones somáticas. El « Memories in feeling » de M. Klein no está muy lejos de ser demostrado. ¿Se puede pensar entonces que los cuidados corporales precoces inapropiados, caóticos, podrían contribuir a producir ese tipo de asociaciones, desorganizando la estructuración del afecto? Retomaremos este tema más adelante.
La segunda pregunta se refiere a la representancia psíquica de la red de conexiones somáticas, a su composición en afecto psíquicamente representado: la capacidad de composición o de interpretación psíquica del “mensaje-de-afecto” puede ser afectada de tal manera que éste no sea percibido o sea mal percibido.
El interés de la concepción freudiana del afecto-representante de la pulsión, límite entre soma y psiquis, es que introduce la idea de la organización de un representante, y por tanto, inversamente, de la existencia de un proceso de representancia. La representancia del afecto no es algo evidente, el afecto es una « composición » de afectos elementales que producen conjuntos más complejos, pero también composición de un conjunto de reacciones somáticas.
Dos ejemplos pueden servir para precisar la naturaleza de los temas clínicos así involucrados.
Algunos terapeutas serios de tendencia conductista intentan medir el impacto preciso de su tratamiento. En el tratamiento de las aracnofobias en particular, ciertos investigadores alemanes proponen el protocolo siguiente.[2]
Se sitúa primero al sujeto fóbico frente a una serie de imágenes y películas en las cuales se deslizaron imágenes de arañas en forma subliminar. Esto despierta en el sujeto una reacción de terror. Paralelamente, se registran toda una serie de reacciones somáticas que acompañan el estado psico-afectivo manifiesto del sujeto. De ese modo, se pueden objetivar los parámetros somáticos del afecto de terror del sujeto.
Luego se realiza una reeducación conductual de la fobia, en la que, progresivamente, el sujeto es colocado por el terapeuta en una situación de acercamiento progresivo a una araña migala. El señuelo de plástico, presentado al principio de lejos, es reemplazado progresivamente por una araña verdadera, que se ubica cada vez más cerca. La reeducación termina cuando el sujeto puede tolerar, sin terror manifiesto, ver correr el animal fobógeno sobre su brazo.
Después vuelve a colocarse al sujeto en la situación inicial de registro, con las imágenes y películas. El sujeto ya no presenta ninguna reacción afectiva consciente de terror, pero en cambio, los signos somáticos registrados no cambiaron, son exactamente iguales a los medidos previamente, definidos como propios de la reacción somática de terror primigenio frente al objeto fobógeno.
De ese modo pudo distinguirse el aspecto psíquico del afecto y su aspecto somático; el afecto psíquico se volvió inconsciente, pero el afecto “somático” persiste.
Otra experiencia realizada, ésta a partir de trabajos sobre el apego, concuerda con los resultados de la experiencia que acabamos de relatar.
La « reacción » de apego se presenta bajo cuatro formas observables clínicamente. El apego[3] llamado « asegurado », que corresponde al concepto corriente de apego, en el cual las manifestaciones afectivas con respecto al objeto de apego son congruentes con el propio apego. Se suceden diferentes reacciones: displacer cuando el objeto se aleja; consuelo personal en su ausencia; gozo del reencuentro a su regreso. El apego llamado « ambivalente » o « resistente » es en el que se observa, al regresar el objeto de apego, una alternancia de movimientos de amor y rechazo u hostilidad. El apego llamado « evitante » se caracteriza por evitar el objeto de apego, por un rechazo manifiesto del vínculo y del trato con éste, o incluso por una « alucinación negativa » de su presencia. Por último, el apego « desorganizado » o « desorientado » muestra una desorganización profunda del modelo de comportamiento de apego.
Lo que está en curso de exploración experimental, pero comienza a demostrar su pertinencia, es que en el nivel de los indicadores, llamémoslos a éstos también « biológicos » o somáticos, para decirlo rápidamente, en todos los casos, y cualesquiera sean las modalidades de expresión manifiesta observables del apego, por tanto cualesquiera sean los afectos expresados y manifestados, se observan las mismas constantes biológicas como reacción a la separación de la madre. Se puede decir que la ausencia de la madre afecta « somáticamente » de la misma forma a todos los niños colocados en la « situación extraña » que sirve de base para la observación. Lo que varía de un niño a otro, las formas observables del apego, son únicamente las formas de manifestación o falta de manifestación del afecto, cómo va a estar compuesto y, sin duda, cómo va a ser percibido psíquicamente.
Todo esto aboga a favor de la existencia de un proceso por el cual las manifestaciones somáticas del afecto, así como sus manifestaciones psíquicas, pueden ser disociadas, o por el contrario, armonizadas y concertadas. Lo que significa que existe un proceso de afectación psíquica del afecto « somático », del afecto potencialmente presente a partir de reacciones somáticas. Este proceso no es obvio. La representancia psíquica del afecto somático se construye, se compone. Puede ser compuesta en forma variable, como lo muestra el ejemplo del apego, no es un simple « reparto de naipes » que genere automáticamente siempre el mismo efecto.
Esta hipótesis plantea numerosas preguntas clínicas. El proceso de represión del afecto descrito por Freud y por los psicosomáticos, ¿se refiere siempre a un afecto ya compuesto y « congelado », « petrificado » o también « sofocado » psíquicamente por el proceso de defensa del sujeto, por un contra investimento energético del mismo[4]? ¿Puede explicarse, en algunos casos, por una dificultad en la composición psíquica del afecto, es decir, por una composición psíquica del mismo que deje en parte desorganizadas, potencialmente anárquicas, las diferentes redes de respuestas somáticas subyacentes? ¿Se puede postular que, en el curso de la historia del sujeto, se hayan efectuado asociaciones somáticas que pudieran obstaculizar la representancia del afecto y su composición psíquica? ¿Sólo persistirían entonces sus manifestaciones somáticas, sin afecto psíquico, sin señal de afecto organizador?
A partir del momento en que se introduce un proceso de representancia, entre la composición somática del afecto y su representancia psíquica, cabe preguntarse cómo se da ese proceso y cuáles son sus condiciones de posibilidad. Dos breves ilustraciones clínicas servirán para introducir la continuación de mi reflexión.
La primera se refiere a un hombre que presenta crisis de depresión de tipo melancólico caracterizadas por una caída del tono vital y, sin duda, de las defensas inmunitarias. El paciente mejoró mucho en una primera etapa de análisis con una analista mujer, pero cuando vino a pedirme que aceptara proseguir con él la exploración psicoanalítica de sus estados interiores, aún padecía un estado depresivo general y numerosas inhibiciones de su potencial vital. Haré abstracción de la primera fase del proceso analítico, dedicada sobre todo a la elaboración transferencial de su relación con un padre no afectuoso, rígido, poco presente. Elaboración de una hostilidad intensa frente a un personaje paterno que frustró el amor de su hijo y sólo le manifestó escaso interés verdadero. La depresión mejoró, pero no en forma decisiva, y la relación transferencial comenzó a dejar emerger y sensibilizar los efectos de la relación del sujeto con una madre afectada por una psicosis maníaco-depresiva, con aspectos delirantes. Dos episodios depresivos graves, con marcados aspectos melancólicos, acompañan la puesta en primer plano del análisis de esta relación. En ambas ocasiones, se manifiesta una desorganización psicosomática, el sujeto se « descompone ».
El episodio decisivo de la elaboración de las crisis depresivas se produce en el momento en que se pueden vincular las caídas del tono vital del sujeto, sus momentos de « descomposición », con la respuesta del objeto materno a sus impulsos en la época de la niñez del paciente. Aparece en primer lugar un carácter caótico e inconstante de las respuestas afectivas: a veces la madre acepta los impulsos, llega incluso a potenciarlos hasta el desborde, luego en forma brutal, cambia de actitud y lo rechaza. Pero en general, la respuesta materna a todo movimiento afectivo es dar vuelta la cara, encerrarse en su ser, e incluso manifestar rechazo como ante una amenaza de ataque. En el niño se instala la confusión, una confusión entre amor y odio, entre impulsos amorosos y movimientos hostiles; luego el impulso se quiebra, el tono decae, se derrumba, y es entonces cuando el sujeto se descompone.
La segunda ilustración clínica que deseo mencionar se refiere a una joven que cursó un episodio grave de anorexia durante su adolescencia. Se trata también de una segunda cura, e igualmente en este caso, el primer análisis fue conducido por una analista. La anorexia propiamente dicha, es decir, como trastorno grave de la alimentación, se reabsorbió durante el primer análisis, pero cuando la paciente se dirige a mí para reiniciar un análisis, sigue presentando importantes restricciones alimentarias y conserva una organización vital y un funcionamiento psíquico de tipo anoréxico.
También aquí voy a reseñar brevemente los primeros tiempos de la cura, marcados por la predominancia de una transferencia paterna. Esta vez se trata más bien de una relación con el padre, siempre expuesta a la amenaza de altibajos incestuosos. No hubo pasaje al acto con la propia paciente, pero parece que por lo menos una de las hermanas sufrió toqueteos por parte del padre y sin duda también alguna de las amigas de la paciente cuando venían a dormir a su casa. Sin embargo, más allá de esta amenaza de perversión de la relación, el padre representó una fuente de investimento e identificación absolutamente esencial en la economía psíquica de la paciente. También en este caso, se pasa progresivamente de la identificación inconsciente con el padre, al tema de la relación con la madre y a la organización, o más bien, al fracaso de la organización, de la homosexualidad primaria « en paralelo ».[5]
La elaboración del complejo de reacciones de celos en el momento del nacimiento de una hermana menor reactiva una parte de los investimentos sociales y relacionales congelados desde el final de la adolescencia. Pero hay dos características clínicas que atraen mi atención. Cuando los investimentos sociales y relacionales vuelven a activarse, en seguida enfrentan a la paciente con verdaderos estados pasionales potencialmente desorganizadores, y es necesaria toda mi vigilancia psicoanalítica para que no vuelvan a congelarse inmediatamente los investimentos y toda la vida afectiva. Cuando reaparece el calor de la vida afectiva, lo hace de un modo pasional; la amenaza de desborde se presenta de inmediato, y con ella, la tentación de volverlo a « congelar » todo. Mi segundo comentario clínico alude a una de las razones de la intensidad de la reacción, al nacer la hermana. El investimento materno se inclinó en forma brutal hacia la hermana menor, dado que la madre, sin duda, no podía investir más de un hijo al mismo tiempo.
El proceso del análisis permitió perlaborar en forma más precisa las características más generales de la relación con la madre, más allá del momento traumático particular del nacimiento de la hermana, referidas a la trama de la vida relacional cotidiana, que constituye lo que podríamos llamar el « trauma acumulado » de la paciente. La relación es esencialmente de tipo operativo; la madre se presenta como una madre fría, « narcisista », que no responde a las manifestaciones afectivas de los miembros de su familia, está casi siempre replegada en su casa, es hiperactiva en las tareas del hogar, no está disponible para intercambio alguno. Está siempre en actividad, permanece de pie durante las comidas, nunca descansa, inalcanzable, nunca quieta, siempre en movimiento. La hija está allí, inmóvil, presa del aburrimiento, no molesta, apaga la vida que existe en ella, se restringe y limita todos sus procesos vitales.
Habrán notado una particularidad en mi relato de estos dos fragmentos clínicos: lo que ambos subrayan no son los procesos de los analizantes, sino más bien lo que se puede reconstruir de estos dos presentes en su entorno precoz o más tardío. Lo hice, por supuesto, en forma deliberada. En el curso del análisis, advertí sin duda las defensas narcisistas específicas de los dos analizantes mencionados. Pero lo que deseo destacar en esta reflexión es sobre todo el tema de la composición o de la descomposición del afecto, y esto no me parece clínicamente posible sin una referencia al efecto de los movimientos afectivos del sujeto sobre los de sus objetos significativos. La respuesta del objeto es insoslayable, no se trata solamente de sus respuestas primeras, de las de su edad más temprana, sino de las que se mantuvieron a menudo a lo largo de toda su infancia y que además, presentan muchas veces las mismas características.
Sin embargo, es cierto que las reacciones de los primeros años de vida son determinantes, es sobre ese fondo que se organiza la personalidad, que se compone la vida psíquica, instalando los primeros procesos de tratamiento de la vida psíquica. El interés de la clínica de las relaciones precoces es permitir observar, en condiciones particularmente favorables y simplificadas, lo que se produce en una relación dominada por las pulsiones narcisistas. Permite descomponer y analizar lo que sigue presente en el segundo plano de todas las relaciones investidas en forma narcisista, lo que constituye su fondo, su trama.
Es por eso que para continuar mi reflexión, deseo abordar ahora los aportes de la observación clínica del tiempo en que se organizan las primeras composiciones de la vida afectiva. Ya comencé a introducir el comentario epistemológico que hace pertinente esta exploración: entre la red de conexiones somáticas que constituye el afecto y el representante psíquico del mismo, debe insertarse un proceso de representancia.
Dicho de otra manera, la teoría del narcisismo primario debe ser reevaluada a la luz de un estudio profundo de la clínica de la patología del narcisismo.
Además, las dos teorías del narcisismo primario que se sucedieron en el pensamiento de Freud, muestran desde el principio la existencia de una dificultad importante que incidía sobre la representación del nacimiento de la vida psíquica.
La teoría « autárquica » de 1911 insiste en el narcisismo del bebé: éste vive independientemente del objeto, como en una burbuja, en su cascarón, que el entorno debe mantener y conservar. La diferenciación del bebé y del objeto es reconocida, no plantea problemas, pero el objeto no existe, aunque proporcione las condiciones del mantenimiento de la autarquía inicial, no existe como objeto significativo, sólo existe, a lo sumo, como objeto de la auto conservación.
Por su parte, la teoría « an-objetal » que logra ser formulada junto con la « vuelta de tuerca de 1920 », se perfila a partir de la evocación del mito del andrógino del « Banquete » de Platón. En su origen es un ser « total », el andrógino que se presenta sin diferencia alguna entre el yo y el otro: el « desgarramiento » que lo afecta luego condena a cada mitad a tratar de encontrar la parte que le falta, a restablecer el estado de fusión original.
Por un lado, en 1911, y en esto radica la diferencia, lo que está ausente es la relación subjetiva significante; por otro lado, en 1920, la relación y el deseo que la constituye adquieren sentido en el intento por restablecer un estado anterior a toda diferenciación.
La propia teoría está dividida entre dos características antagónicas, pero ambas, sin embargo, son clínicamente pertinentes. La noción de Winicott de una madre « espejo » primitivo, que debe constituirse como tal para no invadir el espacio psíquico del bebé, propone una respuesta paradojal frente a la doble exigencia esbozada en las propuestas sucesivas de Freud. Efectivamente, el objeto está presente desde el principio, efectivamente es percibido desde el inicio como exterior, punto que todos los trabajos de estos últimos años han confirmado ampliamente, pero debe ser constituido, « producido », significado, como « doble », como otro uno mismo.
El doble sólo lo es, si es otro, diferenciado como otro objeto, si es otro objeto en el cual uno se reconoce, si es un reflejo de uno: ésa es la paradoja. El objeto sólo es un doble, si es otro reconocido como mismo. Lo que significa también un imperativo de diferenciación; el objeto debe ser otro, diferente de un imperativo de similitud, el objeto debe ser reencontrado como mismo. Una doble amenaza se cierne entonces sobre la relación: que el objeto no sea diferenciado, o que no refleje la propia imagen del sujeto.
Esto significa, entre otras cosas, que una gran parte de lo que Freud explicaba sobre el narcisismo secundario, se aplica ya al narcisismo primario.
Para tratar de extraer conclusiones de esta evolución de la teoría del narcisismo primario sobre la composición del afecto, es preciso empezar señalando que lo que se produce en sí no es directamente apropiable originalmente, sin el « espejo » del objeto primario. El reflejo del objeto permite investir el proceso interno, primero libidinalizado, luego captado y apropiado. Entre uno mismo y uno mismo, el espejo del objeto « doble de sí mismo » debe ser introducido. Entre el afecto llamado « somático » en referencia a nuestros anteriores desarrollos, y su representancia psíquica, debe introducirse el reflejo del objeto, la naturaleza del reflejo del objeto. Es muy probable que exista el afecto bajo la forma de un « montaje » somático previamente construido. Los trabajos de los clínicos de la primera infancia (R. Emde, 1999) destacan la existencia de afectos primarios (alegría, tristeza, asco, miedo) presentes desde el origen. Pero esto no significa que el bebé pueda apropiárselos de inmediato, que pueda afectarse psíquicamente por ellos desde el inicio, a menos que éstos hayan sido reflejados por el entorno. Esta es la cuestión central que plantean nuestros desarrollos. Los afectos llamados « secundarios » (vergüenza, culpabilidad, decepción, etc.) son reflexivos, suponen una clara interiorización de la respuesta del objeto para ser organizados, corresponden a formas complejas y compuestas ya a partir de muchos otros afectos primarios.
¿Cómo se realiza entonces ese proceso de apropiación e interiorización del afecto?
La noción propuesta por Bion de un ensueño desintoxicante de la madre, de una función a, proporciona una primera indicación general para este tema, pero precisamente, demasiado general, por lo cual debemos adentrarnos en el detalle de esta función.
Varias investigaciones explican el modo particular de funcionamiento de estas cosas. La primera se refiere a lo que podríamos llamar, según la excelente expresión de C. Parat, la necesidad del « afecto compartido ». El afecto que siente el bebé debe ser empatizado por su madre. Esta es la condición sine qua non, ella debe sentir « en espejo » el afecto presente en el bebé. Para ser más precisos, habría que decir el « afecto potencial », ya que justamente, si el bebé está afectado por procesos somáticos que buscan hacerse representar en la psiquis, él sólo puede apropiárselos en la medida en que el objeto se los refleje, en la medida en que pueda re-encontrarlos fuera de sí.
Esto no significa que la madre esté en el mismo estado afectivo que el bebé, sino que lo que ella vive está en empatía con lo que vive su bebé, diremos con D. Stern « en una modalidad cercana », es decir que haya una correspondencia entre las dos vivencias, una adecuación, no una identidad.
Pero entonces, se me dirá, ¿el bebé distingue su vivencia de la vivencia propia de su madre? Es muy probable que haya confusiones, momentos de contagio emocional. Pero los trabajos del húngaro Gergely ponen de manifiesto la existencia de un conjunto de signos en la respuesta materna que le indican al bebé que la emoción que de ese modo le es reflejada en el rostro, es el conjunto mimo-gesto-postural mediante el cual la madre se hace eco del estado del bebé, que es su propia emoción.
En otras palabras, el « espejo » materno comunica al bebé que él « es el espejo », que « es el doble ». Dicho de otro modo, significa que el afecto « re-verberado » por la madre se significa como « signo » de afecto y no como afecto. Es el primer pasaje del afecto « somático » a la señal de afecto, la primera iniciación a la representancia. La observación muestra además que ese tipo de respuesta materna, en que la madre « comparte » el afecto del bebé, le refleja ese afecto y le señala que lo refleja, apacigua el estado de « pasión » afectiva del bebé.
Aquí vemos una primera forma de la representancia del afecto, y de su composición en dos tiempos, que requiere un rápido comentario sobre el pensamiento freudiano del afecto. En 1926, Freud propone una evolución de la teoría psicoanalítica de la angustia en la cual distingue la angustia-desarrollo o desborde, y la angustia-señal, simple señal. En 1983, yo formulé la hipótesis, basada en el texto de Freud, de que el modelo perfilado a propósito de la angustia era de hecho un modelo general del afecto. En el pasaje siguiente Freud formula claramente esta idea:
« Los estados de afecto se incorporan a la vida del alma como precipitados de experiencias de vivencias traumáticas muy antiguas, y son evocados en las situaciones similares como símbolos mnésicos.» OC XVII p. 21.
En un ensayo sobre la violencia y la culpabilidad (R. Roussillon, 1995 y 1999) intenté mostrar la heurística de ese modelo, en lo relativo a la culpabilidad, distinguiendo una forma de culpabilidad primaria post-traumática y de aspecto pasional, de la culpabilidad-señal del conflicto de ambivalencia. Algunos aspectos del informe de C. Janin (2002) sobre la vergüenza y en especial, la distinción que propone entre una vergüenza primaria y una secundaria, me parecen abundar en el mismo sentido[6]. He iniciado un trabajo de reflexión sobre la depresión « pasional » versus la depresión, simple señal de elaboración de duelo, que propone aplicar la misma distinción al afecto depresivo. Paulatinamente, el modelo debería poder generalizarse al conjunto de los afectos; es evidente, por ejemplo, cuando se trata de celos y envidia, o también del odio y los afectos de esa serie.
Lo que Freud llama angustia « desarrollo » presenta todas las características de un estado « pasional », en el cual el afecto invade todo el espacio psíquico. La vivencia traumática que Freud menciona en la cita antes transcrita me parece corresponder exactamente al registro « pasional » del afecto. Por ello, considero pertinente distinguir la pasión de la señal o del mensaje, es decir, la pasión de la simple emoción. Más adelante examinaremos el tema de la pasión en la clínica del sufrimiento narcisista, pero primero debemos continuar nuestra exploración de las condiciones primigenias de la composición del afecto.
Hemos visto que la madre transmitía al niño una « señal de afecto » destinada a permitirle distinguir sus afectos propios de los de su madre. Existe también una práctica materna que se observa un poco después, y que participa también en la transformación de la pasión en simple señal. Es lo que D. Stern llama el ajuste, que no debe ser confundido con la conciliación. La conciliación, descrita por D. Stern (1983), es el proceso por el cual madre y bebé comparten afectos correspondientes y comunican así por medio de los afectos y de sus manifestaciones. El ajuste, por su parte, se observa más tardíamente, cuando la relación está ya lo suficientemente bien establecida para que la madre sea percibida como un « objeto regulador » (D. Stern) o « transformacional » (C. Bollas), es decir que el niño acepta la función civilizadora que ella ejerce sobre él. El ajuste designa la forma en que la madre trata de « ajustar » la reacción afectiva del bebé, de modo que resulte más adecuada a la situación. Imaginemos a un bebé en un estallido de « berrinche » mientras están preparándole la mamadera que espera: él no puede percibir que esa preparación está en curso (ruidos familiares, gestos familiares de la madre, etc.). La madre capta la necesidad expresada por las manifestaciones afectivas del bebé, pero sabe también que él tiene suficientes « recursos » para esperar que el biberón esté listo. Le envía entonces una serie de mensajes que significan a la vez que comprendió su estado interno, que está haciendo lo adecuado para satisfacerlo, y que no es necesario que se ponga en « semejante estado », en la medida en que el mensaje sea bien recibido.
En otras palabras, le indica que la simple señal es suficiente y que no hay necesidad de desarrollar ese estado de angustia, ese estado pasional. También aquí la señal materna alude al signo, a la transformación del estado en simple signo, en simple mensaje. En cierta forma, las madres, al tiempo que « comunican », también « metacomunican », emitiendo mensajes referidos a la manera en que debe desarrollarse el intercambio. Lo más decisivo es que de ese modo « transforman » los primeros estados pasionales en señal, en mensaje, en símbolo.
RETORNO PASIONAL DE LA VIVENCIA EN LA CURA
Unas palabras más para redondear el tema de la incidencia de todo lo anterior sobre el trabajo psicoanalítico.
Freud distingue cuatro formas del afecto: la sensación, la pasión, la emoción y el sentimiento. Esta serie parte de la forma más corporal para llegar a la más integrada psíquicamente; en ese pasaje, la intensidad del afecto se halla disfractada, cada vez más, en la trama del yo, y la introyección pulsional es cada vez más completa, la composición del afecto es cada vez más compleja. En los estados neuróticos, el « retorno de la vivencia », cuando se efectúa en la cura, involucra sobre todo el retorno de la emoción o del sentimiento, más raramente de estados pasionales, aunque esta posibilidad no se excluye. En ese caso, éstos son transitorios, pasajeros, señalan la imbricación y la introyección en curso de un estado afectivo precoz, dentro de una organización psíquica post-adolescente.
El retorno de la vivencia en los « estados narcisistas », si bien también puede tomar la forma de un retorno emotivo, parece caracterizarse sobre todo por ser la forma pasional del afecto. M. Little propuso el concepto de « transferencia delirante » para describir la pasión de transferencia que puede acompañar el análisis de los pacientes « border line », y A. Green el concepto de « locura privada » para designar esas formas de pasión « localizada » en el terreno de la transferencia. Por mi parte, destaqué la « transferencia pasional » que acompaña los momentos de recuperación integrativa de los sectores « fracturados » de la organización central de la personalidad. Se trata de formas extremas, límites, de lo que observamos con « bajo ruido » en numerosos casos clínicos más frecuentes y menos marcados por el desborde de las expresiones desmesuradas.
En estas condiciones clínicas, todo parece suceder como si el « primer tiempo de estallido traumático » del afecto no hubiera estado acompañado por un segundo momento de organización del afecto-señal o del afecto-mensajero. El primer estallido fue demasiado amenazador, no pudo ser « yugulado » y ajustado en esa época, quedó inutilizable para constituir una señal. Al revés: movilizó más bien una defensa masiva contra su desarrollo, una reacción de defensa hacia el retraimiento subjetivo, e incluso hacia el clivaje. La defensa se movilizó contra el carácter desorganizador de esta primera forma de pasión, reprimida in statut nascendi, descompuesta o impedida en su expresión. Cuando el proceso psicoanalítico desconstruye poco a poco la defensa que así se instaura primitivamente, el carácter pasional, desorganizador, de la experiencia primigenia amenaza con reproducirse, instalándose en la situación actual, pese a los datos reales de esta última. Esto es lo que le confiere su carácter de « locura » al proceso transferencial que entonces se observa. El afecto deja de operar como señal, pierde su carácter reflexivo, y la pasión pasa a ser la forma del afecto más cercana al acto, al actuar, porque es « actuar » afectivo.
El analista se ve así ante la amenaza de quedar atrapado en una paradoja, se enfrenta a una « situación límite » de la práctica psicoanalítica. La transferencia « funciona » bien –demasiado bien– y reproduce, con « indeseable fidelidad » (S. Freud, 1938) las condiciones históricas iniciales. La identidad de percepción sustituye la identidad de pensamiento, necesaria para el trabajo de « reconstrucción » e interpretación: el afecto actúa, actualizando la historia, más que como soporte de la memoria reflexiva de un tiempo « de conmoción prehistórica del ser ».
Pero todo intento prematuro de intervención del analista en este sentido es vivido como defensa, indiferencia, asimetría insoportable, incomprensión radical por su parte. La interpretación es sentida como una repetición de la insuficiente empatía inicial, como el fracaso repetido del « afecto compartido » que se esperaba. El analista debe aceptar soportar pasivamente y acompañar el proceso, sin defensa, expuesto a la amenaza de que sus propios afectos contra-transferenciales desborden la adecuada neutralidad analítica. Debe aceptar el giro que la pasión pone en acto. En efecto, la pasión amenaza cambiar de campo, cuando adopta la forma de una intensificación de la actividad interpretativa, de una « reacción » interpretativa.
Los movimientos pasionales se refieren clásicamente a los procesos de duelo fallidos, e incluso a las depresiones subyacentes a los mismos, y a la denegación de la depresión. En toda pasión, un punto de melancolía pone de manifiesto sin duda su presencia, a menudo muda. La pasión es siempre más o menos desesperada, es por eso que tememos su carácter destructor, eso es lo que evoca la « pulsión sexual de muerte » en la pasión. La pasión forma parte de la agonía, la agonía antes de la derrota, ese aspecto presente en la agonía[7] como lucha residual (« agón ») por la vida, lucha en medio de la desesperación, lucha para no abandonar la esperanza.
Pero todas estas consideraciones, de indudable interés clínico, son sólo tangenciales frente a las « necesidades del yo » que subyacen en el estado pasional, en el « ubris » (DESMESURA) que manifiesta. En la pasión, el tema central, cualquiera sea el contenido de la propia pasión, es el de la reciprocidad, del afecto compartido, de la amenaza de fracaso de ese afecto compartido. Como mínimo, lo que le confiere carácter pasional al estado afectivo es la implicación de la cuestión de la respuesta afectiva del objeto al movimiento pulsional que se desencadena. Esa respuesta siempre está expuesta a la decepción, al descubrimiento de una forma de indiferencia del objeto.
S. Ferenczi subrayó muy tempranamente en la historia del psicoanálisis el carácter traumático de la « neutralidad » del analista, de su « indiferencia » manifiesta frente a los movimientos transferenciales[8]. Señaló hasta qué punto ésta exacerbaba las pasiones de transferencia, reeditando la denegación histórica de las particularidades de los primeros objetos. Más tarde, en especial en los cuadros clínicos en los cuales el sufrimiento narcisista-identitario ocupa el primer plano, los psicoanalistas pusieron de relieve más bien la repetición de una forma de encuentro fallido con el objeto. Este se mostró frío, indiferente, o inalcanzable, inconstante, imprevisible, cuando no caótico, alternando seducción con rechazo, excitación con negativa.
La pasión muestra la huella del fracaso del « afecto compartido » inicial, de la organización de la homosexualidad primaria « en doble »[9]; implica en su forma la repetición de ese primer fracaso, alimenta la esperanza de otra salida, al mismo tiempo que paradójicamente, espera « inconscientemente » que se repita el fracaso.
Pero también expresa la confusión afectiva en sí misma, intrínsecamente. El amor manifiesto esconde el odio que inspira el rechazo anticipado, el odio oculta la decepción amorosa, la espera amorosa frustrada, traumática. Uno y otro confundidos abrigan una forma de venganza. O más bien la distinción del amor y el odio ya no tiene curso, las intensidades excesivas distorsionan las calidades, sumiendo su apuesta y su diferencia en la confusión.
Es por eso que la pasión nos enfrenta a una situación sin salida, está atrapada en una doble exigencia, porque involucra también al objeto en esa misma alternativa paradojal. Ninguna respuesta puede ser satisfactoria, lo que no significa que el analista deba permanecer silencioso frente a su desencadenamiento. El silencio, que aparece entonces como la forma actual de la indiferencia, contribuye a acicatearla.
Frente a un movimiento pasional, la única opción del analista, como lo dije antes, es soportar en un primer tiempo, lo que éste le hace vivir. Ese es el significado de « sobrevivir » en ese momento: soportar y mantenerse empático, en la medida de lo posible, al dolor que el estado pasional siempre entraña, incluso cuando hay clivaje con respecto al estado afectivo manifiesto. La empatía es necesaria en la medida en que sólo ella hace posible conservar el « tacto » indispensable en toda intervención.
Pero para ser analista no basta con « sobrevivir », evitando ejercer represalias ni retirarse frente a un movimiento pasional que toma la forma de una acción sobre el otro. Se requiere algo más y algo distinto. La supervivencia es sólo la condición para que una situación analizante tenga posibilidades de mantenerse, pero no es análisis. La intervención llamada « intervención sobre la transferencia », o sea, la que se centra en el aquí y ahora de la sesión y se basa en las percepciones contra-transferenciales, tiende a mi juicio a exacerbar la actualización del movimiento pasional en la relación con el analista.
Creo más bien, según la línea propuesta por Freud en 1938, en « Construcción en análisis » y a propósito de momentos delirantes, que es más útil tratar de pensar y reconstruir la circunstancia histórica de homosexualidad primaria « en doble », que provocó el primer « afecto compartido » fallido, y no permitió que el afecto pudiera apaciguar sus primeras formas de expresión, de « todo o nada », para encontrar las formas de integración que permitan al sujeto salir de la soledad desesperada en la lo sumió el desencadenamiento traumático inicial.
Ya sea que el analista decida comunicar lo que reconstruye o que prefiera callarlo, según los casos, la comprensión de lo que vuelve a ponerse en escena, de lo que se re-presenta en y por el estado pasional, de la relación homosexual primaria en doble, es el medio más seguro de evitar que el analista quede encerrado en la dialéctica acción-reacción, y que la pasión del analista responda a la pasión de transferencia del analizante.
[1] Ponencia personal de L.-P. Jenoudet.
[2] Según un film científico presentado en Arte que relata punto por punto los trabajos de un laboratorio alemán de investigación sobre las terapias conductistas.
[3] Como se observa a partir de la “situación extraña” que permite definirlos.
[4] Sobre este proceso, ver R. Roussillon 1999, Agonie, divergence et symbolisation. PUF.
[5] Sobre este tema, ver R. Roussillon, 2002.
[6] Ver también los trabajos de A. Ferrant, en especial « Le cancer et la honte », Oncologie, 4, 9, 2002.
[7] Como me lo sugirió Jean Laplanche, la agonía implica la lucha, la amenaza de muerte y la lucha contra ella.
[8] R. Roussillon 1995
[9] Ver R. Roussillon, 2002, L’homosexualité primaire et le partage d’affect, en